Mi cuervo.

Un cuervo se posó en el árbol que hay frente a mi ventana.

No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway.

Ni el de Frost, ni el de Pasternak, ni el cuervo de Lorca.

Tampoco era uno de los cuervos de Homero, impregnados

de sangre coagulada tras la batalla. Era sólo un cuervo.

Que jamás encajó en parte alguna

ni hizo nada digno de mención.

Se quedó ahí en esa rama durante unos minutos.

Luego alzó el vuelo maravillosamente

y salió de mi vida.

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